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Dos ataques, una realidad: la música peruana en la mira de la violencia y la impunidad

  • owenvalencia20
  • 9 oct
  • 4 Min. de lectura
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El domingo 16 de marzo, el cantante Paul Flores, conocido como “Ruso”, líder de Armonía 10, fue asesinado tras un concierto. Según testigos y compañeros de la banda, “dos disparos de muchos” resonaron cuando el bus que trasladaba al grupo quedó a merced de una ráfaga de sicarios. Flores cayó mortalmente herido, y la escena despertó una oleada de indignación que ya venía gestándose en distintas comunidades musicales del país.


Aquella madrugada, la polémica sobre seguridad no era un tema nuevo. En conversaciones con músicos y representantes, varios indicaron que la violencia contra el sector no era una anomalía: “Si no se atajan estas amenazas, el negocio de la música no va a sobrevivir”, afirmó un vocalista de reserva de la agrupación. Aquella misma noche, un primer balance de autoridades y comunicados oficiales dejó entrever un compromiso que, a la práctica, no parecía suficiente: “En Palacio de Gobierno se reunieron para atender lo sucedido; el primer ministro en ese entonces, Gustavo Adrianzén, enlistó acuerdos en su cuenta de X”, recordó un empresario de la industria.


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El 8 de octubre, más de seis meses después, la escena musical peruana volvió a verse sacudida por un suceso similar. El ataque tuvo lugar en el Círculo Militar de Chorrillos, donde Agua Marina ofrecía un concierto. Un grupo no identificado disparó entre 10 y 20 veces, dejando un saldo de cinco heridos: cuatro músicos y un vendedor ambulante. Los testimonios recabados en las primeras horas describen una acción de una violencia desmedida que, en palabras de uno de los afectados, “no admite excusas”.


La repetición de estas escenas, en el mismo sector que ya había sido objeto de promesas gubernamentales, ha generado una sensación de que la seguridad para las expresiones culturales está en un umbral de emergencia. El Gobierno ha puesto en marcha medidas que, a ojos de los afectados y de observadores independientes, no logran contener el daño ni evitar que nuevos artistas sean expuestos a riesgos graves.


Entre las medidas declaradas, destacan el estado de emergencia declarado en Lima y Callao, con despliegue de tropas para apoyar la labor policial; la reprogramación del Consejo Nacional de Seguridad Ciudadana (Conasec) para intensificar las políticas de seguridad; y una reforma del sistema penitenciario. También se anunciaron acciones del Ministerio del Interior, con la activación de unidades especializadas de la policía y un operativo de la Dirincri para localizar a los responsables de los crímenes.

No obstante, para los músicos y para quienes dependen del sector, la pregunta esencial persiste: ¿son estas medidas suficientes para prevenir nuevos ataques y para garantizar una vida digna de trabajo a artistas que, en su mayoría, viajan con lo mínimo para sus presentaciones, expuestos a la violencia cuando menos lo esperan?


La ola de extorsión que alcanza a la música no es un fenómeno aislado, sino parte de un escenario mayor de inseguridad. A lo largo de la capital, y en particular en distritos como San Juan de Lurigancho, San Martín de Porres, Comas, Independencia y el Cercado de Lima, músicos y otros actores culturales han denunciado intimidaciones, cobros de cupos y ataques con armas o explosivos, que muchas veces se traducen en discrepancias con la continuidad de las bandas y la pérdida de empleo para cientos de familias.

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En el plano de transporte y comercio, la extorsión se ha extendido de forma paralela. Según la Autoridad de Transporte Urbano (ATU) y la Policía Nacional, al menos 64 empresas formales de transporte informaron haber sido víctimas de extorsión desde fines de 2024. El porcentaje de afectación ha crecido de 10% a 60% en seis meses, con bandas que exigen pagos semanales o mensuales a cambio de permitir la circulación de buses y combis, bajo amenazas a conductores y unidades. En varios casos, quienes se negaron a pagar fueron asesinados, provocando protestas y paralizaciones en distintos distritos de Lima y Callao. El comercio minorista también registra un efecto devastador: cerca de mil bodegas cerraron en 2025 por extorsiones, mientras que en 2024 se estimó que más de 2.6 mil bodegas habían cesado operaciones por motivos similares.


La sensación general es que la respuesta institucional llega, pero no alcanza a encauzar el problema. “La seguridad debe ser una prioridad real y no sólo un discurso”, afirmó un comerciante de bodegas, mientras otro vendedor ambulante añadió: “No basta con anunciar medidas, hace falta una protección real y constante para quienes trabajan en la calle”.


El país, ante este ciclo de violencia, se enfrenta a la necesidad de políticas sostenidas de seguridad, coordinadas entre ministerios, fuerzas del orden y la ciudadanía. En el terreno cultural, los músicos piden no sólo protección física sino también un marco de apoyo que les permita sostener sus proyectos sin vivir con el miedo en cada jornada de trabajo. Mientras los titulares se acumulan y las promesas vuelan, la pregunta persiste: ¿cuándo se traducirán estas promesas en acciones concretas que salvaguarden la vida y el trabajo de quienes hacen resonar la música en las calles y en los escenarios?

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